Cromañón: ¿vivir? para contarlo

Casi 17 años después de la tragedia del 30 de diciembre de 2004, Cromañón vive día a día en los sobrevivientes. Cuatro de ellos dan su testimonio a otro sobreviviente acerca de cómo es vivir con ese peso sobre las espaldas todos los días.

Leandro Iezzi
7 min readJul 9, 2021

“Subsidio” es, sin dudas, la palabra más mencionada en los foros de redes sociales que agrupan a sobrevivientes de Cromañón, la tragedia que marcó a toda una generación. Suele estar acompañada de preguntas sobre la fecha de cobro o información sobre el depósito. Solo en menor medida aparecen otras como “memoria”, “injusticia”, “dolor”.

Cómo seguir es lo que más se preguntan los sobrevivientes en sus grupos de redes sociales.

Grupos de Facebook y WhatsApp que en una primera instancia podrían ser un espacio para compartir el dolor provocado por una tragedia son, en los hechos, espacios de acompañamiento mutuo frente a los problemas del presente y las preocupaciones respecto del futuro.

Durante la noche del 30 de diciembre de 2004, el grupo Callejeros brindaba su último show del año ante miles de personas en el boliche República de Cromañón del barrio de Once de la Capital Federal. El impacto de una pirotecnia denominada “tres tiros” en la mediasombra del techo provocó un incendio que se cobró la vida de 194 personas, esa noche, y de otras decenas después a partir de enfermedades incurables o suicidios. El lugar, indebidamente habilitado, no contó con la infraestructura necesaria para garantizar la evacuación de los asistentes. Por el hecho resultaron condenadas 21 personas, entre quienes se encontraban el dueño del local, Omar Chabán; los integrantes del grupo musical y su manager; funcionarios del gobierno de la Ciudad y empresarios vinculados con el pago de sobornos. Asimismo, resultó destituido el entonces jefe de Gobierno porteño, Aníbal Ibarra.

Pero Cromañón no fue solo una tragedia, una masacre, una pérdida, una experiencia de muerte que atraviesa a todos quienes la vivimos. Fue, también, la interrupción de nuestro crecimiento y el desarrollo de nuestras vidas.

Agos retomó sus estudios secundarios y planea estudiar Educación Especial.

“Mi vida cambió con Cromañón. Antes era una persona feliz e inocente, que veía al mundo y a las personas de otra manera. Era alegre y sociable: iba de acá para allá. Después de Cromañón, fui… no fui. Durante muchos años, no fui nadie ni nada”, dice Agos, de 32 años, que vivía y vive en Merlo, en la zona Oeste del Conurbano.

En el caso de Sofi (35 años, González Catán), ella encontró la manera de volver a su camino a través del canto. “Cromañón me quitó la voz. Yo era una persona súper extrovertida, la más canchera y la más piola del colegio; y pasé a ser un ente: iba y me quedaba en silencio, estaba en un modo completamente pasivo. Antes de eso, era una niña. Recuerdo tener la sensación de ingenuidad total, de una persona que no conoce la maldad”. La música fue su canal para volver a expresarse.

Sofi con su jarana. Integra el grupo musical Changüí Guararey.

Pero el camino para encontrar la salida no siempre es fácil. “Con Cromañón perdí la alegría. Yo era una persona alegre y ahora soy medio ogra. Antes era Cintia alegre, ahora soy un poco Cintia careta”, coincide Cintia, de 35 años, de Berazategui. A veces el mal humor y la tristeza surgen de la nada, y resulta difícil lidiar con eso no solo para quien los porta, sino también para quienes están alrededor. Esa es la razón principal por la que Agos hizo un grupo de WhatsApp para sobrevivientes: para decir “hoy estoy mal y no sé por qué” y que los demás entiendan sin mayores explicaciones.

Fue difícil, durante las entrevistas, evitar los relatos de lo que cada quien vivió esa noche. Cuando alguien pregunta por Cromañón, la remisión a los hechos es inmediata; lo raro es hablar sobre lo que pasó después. Los sobrevivientes, solo en la intimidad, hablamos de lo más difícil: el día a día posterior, la realidad actual.

“Yo había terminado primero de Polimodal, pasaba a segundo. Empecé, pero tenía muchas dificultades porque, estando en el aula, no quería estar con gente. Mi papá fue el que decidió que deje, porque era una tortura para mí ir al colegio”. (Agos)

Cromañón significó el corte abrupto de un proceso de desarrollo que las personas vivimos al pasar por la adolescencia para ir construyendo nuestro camino hacia la adultez. Ese corte se ve reflejado no solo en la pérdida de la alegría y la inocencia -en lo que coinciden casi todas y todos los sobrevivientes-, que remite a la parte visceral o íntima de la personalidad, sino también el progreso profesional y/o económico. La sensación de sofocamiento ante la acumulación de gente en un aula o en un tren han sido factores determinantes para que estos procesos se vean interrumpidos: Cintia -quien supo que estaba embarazada cuando recobró la consciencia aquel 1° de enero de 2005- dejó Enfermería en su primer año de cursada; Agos abandonó segundo año del Polimodal hasta recién el año pasado; Sofi suspendió su búsqueda luego de intentar con seis carreras universitarias diferentes. Tomarse un colectivo dos horas para estar toda una mañana o una tarde en un aula llena de gente se convirtió, en la mayoría de los casos, en una tortura. “Mi cabeza todo el tiempo imaginaba accidentes. Después de Cromañón, todos los días me moría”, dice Sofi.

Damián vive con su hermano en la casa que era de sus padres mientras se construye una habitación en el fondo.

Damián (41 años, Florencio Varela), actualmente desocupado, era un sobreviviente antes de Cromañón; quizá por eso siente que la tragedia no lo cambió. Su papá era vendedor ambulante y él tuvo que dejar de estudiar a los 13 años para colaborar con la economía de su hogar. Cuando sucedió la tragedia, trabajaba en una de las barras con su hermano. Después de aquel día, atendió un kiosco durante siete años y se dedicó a hacer changas, solo hasta que la pandemia y una hernia inguinal se lo impidieron. Agos y Cintia, igual que Damián, están desempleadas, mientras que Sofi hace fundas para instrumentos. Más allá de sus situaciones particulares, todos ellos necesitan el subsidio para llegar a fin de mes.

Todos los entrevistados reciben o recibieron asistencia psicológica, con diferentes resultados. Ninguno de los entrevistados lo hace actualmente a partir de algún programa creado por el gobierno de la Ciudad. Cintia lo hacía, pero tuvo que abandonar por el viaje desde Berazategui hasta el Argerich; ahora lo hace en forma particular.

“A la noche me daba miedo la oscuridad. El psiquiatra que tenía lo tomó como esquizofrenia y me entró a empastillar. Después de un tiempo, tanta medicación dejó de hacerme efecto; entonces, empecé a tomar pastillas de más por mi cuenta. Terminé en terapia intensiva en 2017 y las dejé yo sola”. (Agos)

Agos no es la única que habla del tema de las pastillas y los tratamientos psiquiátricos poco atinados. Sofi agrega: “Al año o a los dos años de Cromañón, se hizo un grupo de terapia en San Justo de sobrevivientes. Yo iba ahí con mi pareja de entonces y el primo de él -con quienes estuve esa noche- y duramos un mes y medio. Los pibes, todos, desmejoraban, porque los empastillaban a todos. Yo no quería eso para mí ni para nadie. Me mataba ver que mis compañeros estaban cada vez peor. Entonces, terminé dejando”.

Hoy en día se encuentra vigente, en la Ciudad de Buenos Aires, la ley 4.786, de reparación integral para víctimas de Cromañón, mediante la cual se establece la creación de programas de asistencia médica, de finalización de estudios y de inserción laboral, así como un subsidio monetario mensual. Según Fabiana -una militante de la causa-, son aproximadamente 1.800 los familiares de víctimas fatales y sobrevivientes que se acogen a los programas establecidos en dicha ley, la cual -según dice- se cumple solo parcialmente. Actualmente, distintas organizaciones se encuentran reclamando el carácter vitalicio de esos derechos que, de momento, tienen vencimiento a fin de año.

Pero los sobrevivientes no solo han de enfrentarse a dificultades laborales o de estudio y a tratamiento psicológicos frustrados: también los vínculos afectivos constituyen un problema.

“Después de lo que pasó, al tiempo decidí estar sola, sin pareja, porque yo no estaba bien. Estuve sola casi 13 años. Yo pienso que no puedo estar con alguien si no soy feliz. Siempre pienso lo mismo: si yo no soy feliz, ¿a quién puedo hacer feliz?” (Cintia)

A la inversa le sucedió a Sofi, quien tuvo varias parejas hasta que decidió, hace tres años, estar sola: “Me refugié en parejas. Me quedó miedo a estar sola”.

Eso no quita que el círculo más cercano haya sido el sostén emocional principal en todos los casos, como es el caso de Agos, que siempre se apoyó y vivió con sus padres; o el de Damián, a quien le hizo muy bien el nacimiento de sus dos hijos, de 14 y 10 años respectivamente, de diferentes parejas. Pero además de condicionar las relaciones de pareja, a veces también cuesta conectarse con amigos. “Amigas de toda la vida debo tener dos o tres nomás. Muy pocos quedaron. Es como que sos la loca del grupo”, comenta Cintia, visiblemente emocionada. Agos acota: “En un primer momento me alejé de todo el mundo, no quería a nadie cerca. Me llevó un par de años tener conexión con otra gente, ir a un cumpleaños y esas cosas. No iba, no me juntaba con nadie”.

El estudio, el trabajo; los amigos, las parejas; las salidas, los encuentros; la inocencia, la felicidad: estas son algunas de las cosas que Cromañón complicó al interponerse en el camino de muchos jóvenes que una noche, simplemente, asistieron a un recital. Estos son solo cuatro testimonios de los miles que se pueden encontrar ahí afuera, que han sido recolectados por alguien cuya fecha de cumpleaños se le tornó el día más infeliz del año producto de una enorme culpa: la de sobrevivir.

Frente a una ley que no repara y a una sociedad que siguió adelante, los sobrevivientes buscamos volver sobre las riendas del camino del que, a la fuerza, fuimos apartados .

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Leandro Iezzi

Sociólogo. Taquígrafo/estenotipista. Estudiante de periodismo. Argentina.